del MRTA a la agencia AP en
pleno
centro de Lima en 1986
Nota del
editor – En la última sesión de la Cofradía del Palacio, los participantes
trajimos a la conversación mil cosas -con exageración- sobre diferentes temas y
entre ellos, con la presencia de Fernando Torres, “Pedrito”, quien trabajó
también la oficina de la agencia de noticias norteamericana The AssociatedPress (AP), recordamos el ataque de un grupo de terroristas del Movimiento
Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) a nuestro centro de trabajo y me hicieron
prometer los demás miembros asistentes de la Cofradía – Lidia Bonilla, Rony
Guerra, Miguel Bernuy y Wálter Sánchez- escribir una nota sobre el asunto.
Ciertamente es un mal recuerdo, pero también de malos momentos está hecha la
vida y antes de que la memoria se oscurezca por completo sobre el asunto, es mejor
dejarlo por escrito, por si de algo sirve para los lectores de esta o una próxima
generación. Aquí va.
Por Luis Eduardo Podestá
El autor |
Era un
día tranquilo, en marzo de 1986, uno de esos días en que “no pasaba
nada” lo que obligaba a la central de Nueva York a enviar un mensaje de
reflexión que más o menos quería decir “estamos en todas partes y no hay una noticia en el mundo”.
Porque
luego del llamado “Budget”, una suerte de resumen que se enviaba en la mañana
con la actualidad política o económica del día, las horas discurrían en una
calma chicha que no sabíamos que precederían la tormenta.
Poco
antes del mediodía sonó el timbre de la reja, cuya llave manejábamos todos los
miembros de la agencia.
Alejandro
Balaguer, fotógrafo argentino que había comenzado a trabajar hacía poco en la
agencia se acercó a la reja y de inmediato se volvió hacia quienes trabajábamos
en nuestros escritorios.
Había
cuatro escritorios junto a la pared, el primero de los cuales era ocupado por
don Manuel Quevedo, asistente de contabilidad, el segundo por el redactor en
inglés, el norteamericano Bob Seavey, el tercero donde yo revisaba periódicos,
y el cuarto, entonces desocupado.
No se encontraba presente en su despacho privado, el recién llegado gerente de la agencia, Monty Hayes.
Balaguer
gritó desde la reja: "¡Lucho, te buscan!"
La apacible esquina Caylloma-Huancavelica |
Y antes
de que yo me levantara para ver quién era el visitante y autorizara su entrada, Balaguer abría la reja.
Entraron
dos hombres con traza de estudiantes universitarios y mientras Balaguer volvía
a cerrar la reja, el otro se acercaba a mi escritorio. Era totalmente
desconocido para mí.
De
pronto lo vi levantarse el polo y llevarse la mano derecha a la cintura. De inmediato pensé que era una incursión terrorista pero no había tiempo de hacer
nada. Me puse de pie.
El que
se había quedado junto a la reja también extrajo su arma y le exigió a Balaguer
que abriera la reja. Dos hombres más entraron y cerraron reja y puerta a fin de
que si alguien venía por el pasillo no pudiera entrar ni ver qué ocurría.
El
hombre que tenía frente a mí, se despachó un discurso, luego de identificarse
como miembro del MRTA y señalar que querían enviar un mensaje al mundo a través
de nuestra agencia y que no debíamos temer nada si obedecíamos sus órdenes.
Los
demás se distribuyeron por toda la oficina. Sacaron a Einer Ángeles del
laboratorio y ordenaron que todos nos pusiéramos con las manos frente a la
pared.
Balaguer
trataba de explicarles algo sobre una entrevista que había hecho hacía unas
semanas al líder Víctor Polay Campos del movimiento, en la sierra central pero los
atacantes no le hacían caso, a pesar de su insistencia y lo pusieron contra la
pared.
Luego
uno dijo “vengan por acá” y el que parecía el jefe del grupo preguntó quién
podía escribir el mensaje y Pedro Torres dijo: “Lucho, tú”. Me separaron del
grupo.
Todos
los demás fueron metidos al cuarto oscuro de fotografía.
Con la pistola en la cabeza
Me
senté frente al teletipo que utilizábamos para remitir nuestras informaciones,
mientras uno de los visitantes sostenía una pistola en la mano derecha y con
las dos manos, precariamente, el manifiesto que querían enviar al mundo.
Vía de ingreso sin vigilancia especial |
Aún no
habían llegado las computadoras personales con que la AP nos iniciaría a
Teófilo Caso y a mí en el mundo de la informática.
El
teletipo, recuérdenlo, era una enorme máquina de dos metros de altura con
teclado de máquina de escribir más teclas para distintos fines, una palanquita
para borrar errores y otra, finalmente para enviar el despacho tan pronto
estuviera concluido.
Yo
sabía que en cuanto leyeran el texto en Nueva York se darían cuenta de que la
agencia en Lima era víctima de un ataque terrorista y que la publicidad que
estos muchachos buscaban no se iba a difundir en ningún sitio.
Esa
máquina se alimentaba con una cinta que era perforada con cada golpe de tecla
mediante un código especial.
Mientras
escribía lo que el hombre me dictaba, me ponía nervioso el hecho de que al
mismo tiempo que me apuntaba a la cabeza, temblara y se estremecía cada vez que
yo oprimía la palanquita de corregir errores.
A fin
de que se serenara, intenté explicarle que así se corregían los errores, pero
cuando volví la cara para hablarle, me gritó: “¡No me mire, carajo!”. Y sentí la presión del cañón detrás de la
oreja izquierda.
Detrás de esas ventanas se produjo la incursión |
Por
supuesto, no volví a tentar la suerte y seguí escribiendo el largo mensaje al
mundo, aunque sabía que en Nueva York lo iban a leer y lo arrojarían al tacho
de basura, porque había la disposición de no hacer publicidad a ningún
movimiento terrorista.
Y en el
Perú en ese momento teníamos dos.
Cuando
terminé mi tarea, presioné la tecla del envío y dije sin levantar la cabeza “ya
está, el texto está en Nueva York”.
El
hombre se separó de mí. Se acercó al que parecía el jefe que estaba sentado en
una mesa frente al laboratorio fotográfico y me llevaron a juntarme con mis
colegas al cuarto oscuro.
Cuando
salimos una media hora más tarde, a pesar de las recomendaciones de no hacerlo,
encontramos unos alambritos de electricidad colgando de la manija de la puerta.
Al despedirse, los atacantes nos recomendaron no abrir la puerta porque esos cables estaban conectados
a un explosivo. Pero no era así, los alambritos estaban de pantalla.
Habían
pintado paredes y pisos de toda la oficina con letras negras que proclamaban
sus lemas, pero para tranquilidad de todos, nadie salió lastimado.
(Imágenes
captura de GoogleMaps)
www.podestaprensa.com
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