domingo, 25 de febrero de 2018

Cómo la cocaína se convirtió en bicarbonato


Episodio de una novela de Luis
Podestá a propósito de la cocaína
disfrazada de harina en Argentina

El descubrimiento de una red de narcotraficantes que guardaba 389 kilos de cocaína nada menos que en la embajada rusa de Argentina, y que durante las investigaciones fue remplazada con harina para engañar a los responsables, me ha traído a la memoria un episodio real, ocurrido en Arequipa hace muchos años y que reproduzco, con licencias de ficción, en mi novela El señor de los temblores.

Convertida en bicarbonato por arte de magia
Allí se cuenta cómo un kilo de clorhidrato de cocaína se convirtió en un inocente kilo de bicarbonato de sodio.

Advierto que los nombres de los personajes han sido alterados porque aún deben existir sus descendientes en la ciudad de Arequipa. Pero el hecho fue absolutamente real, repito. La versión que sigue ha sido editada por razones de la extensión del texto original.

 “En medio de esos agitados tiempos, por casualidad, un policía que se aprestaba a dar una carga con otros diecisiete compañeros contra un amorfo cordón de revoltosos, descubrió a un transeúnte sospechoso, tus papeles, mierda, le dijo amablemente y una milésima de segundo antes de que el hombre metiera la mano en el bolsillo para sacar sus documentos, le cayó un varazo de precaución que lo tiró al suelo de piedras pulidas del Portal de Flores y allí saltó el paquete.

Uno en la multitud
“Era de un kilo, calculaba el guardia Rafael Pomareda, que lo levantó y lo pesaba meciéndolo en la mano izquierda, mientras en la derecha blandía el garrote de medio metro de la ley que era el símbolo de su autoridad.

“Pero en ese momento, dos hombres de civil, se acercaron y le mostraron sus insignias y uno de ellos gracias, colega, dijo, le quitaron el paquete, lo estábamos siguiendo, dijo el otro inclinándose para acariciar la cabeza del caído y comprobar que vivía, nos ahorró el trabajo, gracias, colega, pesó también en su mano el paquete envuelto en hojas de papel periódico, por lo menos un kilo, comentó, y se llevaron al detenido hasta la calle Mercaderes donde esperaba un coche policial.

“En la central de la policía de detectives de la avenida Goyeneche, el hombre no esperó que le cayera la segunda cachetada. Confesó todo. Un desconocido le había dado el paquete cuando esperaba el momento de abordar el autobús que lo trajo de Puno, le invitó un almuerzo como no había comido en muchos años, también le invitó un par de cervezas y le pidió que le hiciera el favor de llevar este paquetito, que no era tan pequeño sino de regular tamaño, a don fulano de tal, propietario de un establecimiento comercial en pleno centro de la ciudad, en la calle Mercaderes.

(…)

“Los detectives encargados del interrogatorio no quisieron tocar más al hombre, descansa, muchacho, le dijeron, se fueron a la oficina del jefe y le preguntaron de sopetón como quien informa del descubrimiento de la cara oculta de la luna, jefe, ¿sabe quién es el dueño del paquetito?, el jefe los miró con ojos interrogantes sin decir una palabra para no arriesgarse a una equivocación y ellos dijeron a coro don Abdel Murrafash.

Lo llevaron a la dependencia policial
“El jefe no quiso aparentar una sorpresa, pero la mención del nombre fue más poderosa y abrió los ojos, no me jodan, dijo como para sí mismo, así es, jefe, prosiguió un detective, don Abdel Murrafash, (…) mientras el jefe se rascaba la cabeza y daba la impresión de no saber qué hacer porque el próspero comerciante don Abdel Murrafash, benefactor de medio mundo, era también protector de la policía, institución tutelar de la patria a la que había hecho frecuentes favores en general y a cuyos jefes en especial hacía regalos inolvidables durante los aniversarios dignos de recordación, como cumpleaños, navidad y año nuevo, carnaval y fiestas patrias, por lo que el empresario estaba (…) en la primera fila de invitados junto a los altos jefes (…) , porque aparte de esa tarea, era presidente de una organización de apoyo a través de la cual, la autoridad policial recibía donaciones de vehículos y equipos (…).

“–No digan nada a nadie de este asunto. Lo clasificaremos como confidencial –dijo el jefe.

“A pesar de todo el secreto con que se había realizado la operación, don Abdel Murrafash ya estaba enterado de la suerte del paquete por haber recibido con toda oportunidad un aviso o porque tenía un convenio con el diablo y cuando un grupo de detectives, (…) se descolgó por los techos de su elegante casa luego de escalar los elevados muros mediante garfios y cuerdas, el próspero comerciante ya se encontraba escoltado por su abogado, el eminente doctor Francisco Salazar del Corral (…).

“El distinguido abogado, muy conocido en los altos círculos de la ciudad por su influencia y sus acertadas asesorías legales, salió al frente de los detectives que formaron un círculo amenazante con las armas en ristre, no era para tanto este despliegue bélico, señores, les dijo, ya que ambos, don Abdel Murrafash y él mismo, eran honrados hombres de paz, y yo me encuentro de visita en esta residencia, (…) y me extraña esta medida que linda con las características de un vulgar allanamiento de domicilio (…) y, si existía algún asunto que arreglar, estaban dispuestos a colaborar con ellos en todos los esclarecimientos que creyeran necesarios para despejar cualquier duda en cualquier penoso asunto, del cual nadie, ninguno de ellos, ni la atribulada familia del honesto, laborioso y caritativo don Abdel Murrafash, tenía noticia hasta este momento, por nuestra santa madre que está en los cielos (…)., cuando se le congeló hasta el alma al escuchar a quien parecía dirigir el grupo, señor, tendrá que acompañarme, el jefe quiere conversar con usted.

Confesó todo
“–Por supuesto, por supuesto, queridos amigos –respondió muy cordial y sin una muestra de temor el prestigioso abogado Francisco Salazar del Corral, quien se mostró no solo dispuesto sino requirió acompañar a su amigo, el exitoso hombre de negocios.
(…)

“–Señor don Abdel Murrafash, este paquete estaba destinado a usted. ¿Es cierto eso o no? –dijo duramente el jefe policial.

“–Sí, señor –respondió el generoso comerciante.

“–Bien, este paquete contiene un kilo de clorhidrato de cocaína, cocaína pura, señores. Ser destinatario de una encomienda de esta naturaleza lo compromete profundamente, don Abdel. Los dispositivos sobre tráfico ilícito de estupefacientes son muy severos y mucho me temo que tendré que disponer su detención hasta la conclusión de las investigaciones que hemos iniciado.

(…)

“–No puede ser, señor coronel –repitió el abogado en cuyos brazos se apoyaba su cliente– no puede ser.

“–Doctor –replicó pronta y severamente el jefe de policía– le ruego guardar silencio o de lo contrario tendré que realizar el interrogatorio en privado.

Bicarbonato en sensacional cambiazo
“–¡Bicarbonato, señores! ¡Bicarbonato! –exclamó don Abdel levantando rostro y los brazos al cielo, como si esperara que un rayo confirmara su afirmación tan dramática y en tan alta voz que los presentes se paralizaron por la emoción-, ¡qué cocaína ni cocaína, por mi santa madre! ¡Es bicarbonato de sodio, señor coronel! ¡Yo esperaba un kilo de bicarbonato y aquí está! ¡Qué cocaína ni clorhidrato de cocaína!

“La protesta tuvo su efecto. El abogado se atrevió a hablar a pesar de la advertencia del coronel jefe.

“–¡Increíble, señor coronel! Mi cliente no puede ser detenido por ser destinatario de un kilo de bicarbonato de sodio. Y en todo caso queremos que cualquier diligencia a partir de este momento se haga con la presencia de un fiscal.

“La firmeza del descargo hecha por el comerciante benefactor de la policía y otras instituciones de la ciudad y la aseveración del eminente abogado, sembraron dudas en el cerebro del jefe policial, quien (…) dijo mandaremos a buscar al jefe del laboratorio para que confirme lo que usted dice con un análisis químico, pero cuando indagó por la presencia del profesional le dijeron que hacía dos horas se había retirado y no se le encontraba en su domicilio ni en ninguno de los lugares que solía frecuentar, por lo cual, el jefe policial tomó asiento ante su gran escritorio y dijo, señores, mañana a las nueve de la mañana los espero para que se firme un acta y si lo que usted dice, don Abdel, es cierto, le pediré disculpas por este mal rato, se levantó y alargó la mano hacia los presentes, esperaremos hasta mañana a las nueve, señores, buenas noches.

(…)

“Al día siguiente, el próspero comerciante y su abogado estaban puntualmente a las nueve en el despacho del jefe policial, en cuyo escritorio, en la misma esquina de la noche anterior, se encontraba el paquete envuelto en papel de periódicos (…) el jefe se levantó de su asiento, abandonó su posición de autoridad y se acercó a recibir a los visitantes, les extendió la mano cordialmente y con la actitud del hombre que se siente avergonzado por una equivocación imperdonable, dijo, en efecto, señores, el químico comprobó que se trata de bicarbonato de sodio, tomó ceremonioso el paquete entre sus manos y aquí tiene su encomienda, don Abdel, con mis más profundas disculpas, escriba usted (…) que se hace entrega de este paquete en las propias manos de su propietario, don Abdel Murrafash, a quien acompaña su abogado, el doctor Francisco Salazar del Corral, a entera satisfacción y que firmen el acta (…).

Firman recepción de un kilo de bicarbonato
“Firmaron el acta y se despidieron muy amablemente de los funcionarios policiales, mientras don Abdel Murrafash sudaba por todos los poros del cuerpo y del rostro, a pesar de que no hacía calor y las oficinas policiales no se distinguen por calurosas ni por su comodidad. (…).

“Y cuentan las malas lenguas que el impaciente Abdel Murrafash pidió a su abogado dar la vuelta por la primera calle discreta que encontrara a fin de ir a un lugar un tanto apartado o solitario donde sostener una conversación confidencial. (…) No se había detenido aún el coche, cuando el próspero comerciante, con la ansiedad dibujada en el rostro, abrió el paquete manipulando con manos temblorosas la cinta adhesiva que lo sellaba y con la uña del dedo meñique, bastante crecida por cierto, que le servía para ciertos hábitos de higiene, cuando le picaban las orejas o la nariz, según los testigos que lo conocieron, abrió un pequeño boquete en una esquina de la bolsa de plástico transparente que cubría el polvo blanco, se llevó a la lengua la sustancia que extrajo del interior y ¡por la gramputa madre que los parió!, gritó sin consideraciones (…).

“Pero la rabieta del comerciante no tenía fin y repetía ¡por la gramputa que los parió! ¡esto es bicarbonato!, a ver prueba tú que también conoces del asunto, obligó al abogado a poner la lengua sobre la uña del dedo meñique untada en el blanco polvo, prueba, exigía, prueba y dime si no es bicarbonato y en efecto, el doctor Francisco Salazar confirmó que la sustancia rescatada era el inocente bicarbonato que el comerciante reclamaba y por el cual había pasado un mal rato y una noche entera entre  temblores de pánico al verse en sueños entre los reos de una cárcel (…) y ¡prueba, prueba!, exigía y el abogado tuvo que decir con la mejor calma de que era capaz, efectivamente, Abdel, esto es bicarbonato, pero ¿no era bicarbonato lo que le reclamabas a la policía?, sí, pero, pero... el comerciante no alcanzaba a articular palabra, pero, pero... y el abogado aprovechando la confusión de su acompañante, tienes que tener en cuenta, amigo Abdel, que unas son de cal y otras de arena y para evitar que el honrado comerciante prosiguiera escandalizando el tranquilo vecindario, decidió poner en marcha el motor del auto y llevarse lejos al enfurecido propietario de un kilo de bicarbonato de sodio.

Así me lo contó el abogado protagonista del hecho, cuyo nombre real, por supuesto, se ha omitido en el relato.

(Imágenes referenciales de archivo)
www.podestaprensa.com

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