Aquel sopapo no solo te dolió
en la carne sino en el alma
Nota del editor – Este es un fragmento de la novela Un
cuadrito de sol en la penumbra, del periodista y escritor Luis Eduardo
Podestá, la tercera de su producción literaria. El que sigue, el quinto de una
serie de fragmentos que aparecerán en los próximos días, se publica aquí como
un obsequio anticipado de lo que los lectores leerán en el libro que es
distribuido mundialmente por empresas especializadas en ventas por internet. Al
final del fragmento se incluye la lista de las empresas encargadas de la
distribución. Gracias por leerlo.
No se explicaba cómo comenzó todo, porque después entró en un
estado de inconsciencia, como si hubiera penetrado en una espesa nube de la
cual le fuera imposible salir y escuchaba las voces a gritos de su madre eres
una puta, acabarás en un burdel y le era imposible poner un velo de silencio y
de perdón sobre aquello, sobre aquel día, sobre
aquella mañana, aquella hora en
que todo comenzó o todo terminó, aquel instante en que su madre entró y la vio
desnuda, encima de aquel muchacho que la penetraba y todo el placer que sentía
se le fue al suelo o al cielo, porque estalló y se disparó en una dirección
cualquiera y no supo cómo trataba de ocultarse y no encontraba dónde y
entonces, recordaba a medias, como si no saliera de la niebla que la envolvía
que Mauricio, sí, Mauricio, el chico que la acompañaba al colegio, que la
esperaba en la esquina del colegio, en la esquina de su casa, que le conseguía
un asiento en el tranvía, que la adoraba y a cada rato le preguntaba si estaba
bien, si lo que la rodeaba estaba bien, con quien se encontraba todas las
noches para irse a pasear por alguna calle solitaria de su barrio, y con quien
se besaba, apasionada, locamente, hasta sentir que no todo debía quedar en solo
besos, había desaparecido.
Como habría de ocurrir entre dos personas que han llegado a cierto
grado de intimidad, una noche sintió la excitación del muchacho y ella no se
apartó como lo hubiera aconsejado la prudencia, no, te acercaste más y cuando
él te tocó los senos lo dejaste hacer mientras le acariciabas los cabellos, te
metió la mano por debajo de la falda y lo aceptaste sin decir una palabra y esa
noche, de pie, arrimada a una pared en la calle silenciosa dejaste tu
virginidad convertida en sangre que te ensució las piernas y él, con mucha
ternura, ¿te hice daño, amor? y ella no, no, te voy a querer mucho, vas a ser
el amor de toda mi vida, y sus encuentros posteriores continuaron, hasta que
una vez te decidiste y le dijiste que todo esto era muy incómodo, que si a
algunas personas se les antojara pasar por aquella nocturna calle solitaria, el
mundo entero se enteraría de lo que existía entre los dos, le dijiste que el
sábado estarías sola en tu casa y lo invitaste vienes a visitarme y él, que
siempre estaba cerca de ti, obedeció como siempre y todo comenzó o terminó
aquella mañana del día, cuál día, estúpida, de ese sábado en que te dejaste
sorprender y creíste que tu madre no volvería hasta dos horas más tarde, pero
no llegó ni a
la esquina del tranvía cinco cuadras más abajo y tú ya estabas
desnudándote mientras lo besabas y él también se desnudaba y era una sensación
muy especial, Gacela, sentir la cercanía de su cuerpo en un lecho mullido y no
en el precario apoyo de una pared oscurecida, lo besaste en la boca, te besó en
la boca, te pegaste a él, te besó en el cuello, te acarició las orejas, te
dejaste acariciar y besar los senos sin decirle una palabra, sin decirle no
seas atrevido como otras veces, cuando te besaba en la puerta de tu casa y esta
vez no, y luego te escuchaste decir estamos solos en la casa, mi mamá ha ido al
mercado central, no volverá hasta el mediodía, pero ella volvió y todo se te
puso negro, incluido el ojo donde tu madre te aplicó aquel sopapo que no solo
te dolió en la carne sino en el alma porque nunca, nunca, nunca, pensaste que
aquello habría de pasar y mientras te abofeteaba y gritaba enloquecida eres una
puta, el chico, Mauricio, salía a la carrera con su ropa en la mano y tú, tú,
no supiste sino tratar de cubrirte con las manos mientras tu madre te pegaba en
la cara, gritaba como si sufriera un ataque de histeria y, finalmente, sin
sentir los golpes caíste simplemente, te derrumbaste, no tuviste la fuerza
necesaria de defenderte y gritar, de decir algo, no me pegues, no me pegues,
simplemente te caíste y luego de darte muchos puntapiés en donde te cayeran, tu
madre cansada y agitada salió del cuarto con un golpe en la puerta que
estremeció toda la casa.
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