martes, 14 de julio de 2015

Tentadora oferta del decano El Deber

Un viaje a Lima era
como ir a Europa a
descubrir novedades

Nota del editor – Esta es la cuarta entrega de una serie de evocaciones sobre el periodismo del siglo XX y de su transformación en lo que es hoy cuando la noticia es difundida con la velocidad de la luz. Quien escribe estas líneas aceptó una tentadora oferta del diario El Deber, el decano de la prensa del sur y dejó la corresponsalía de La Prensa, donde pasó los primeros años de lo que sería su carrera periodística y donde dejó amigos entrañables que se conservaron a través de las décadas siguientes.

Estuve en la corresponsalía de La Prensa entre 1953 y 1956 y cubrí informaciones como la visita que hizo Manuel Prado, que buscaba la alianza con el Apra, al que había perseguido y muchos de cuyos líderes estaban en el destierro e incidencias de la ciudad y la gran demostración de protesta de diciembre de 1955 que fue el comienzo del fin de la dictadura de Manuel Odría.

La vieja casona remplazada por moderno edificio
Atraído por una oferta del diario El Deber, dirigido por el canónigo Erasmo Hinojosa, dejé la corresponsalía de La Prensa con mucha pena porque me había acostumbrado a esa pequeña redacción y al trato de familia que nos unía. Muchos años después, continué frecuentando su amistad.

El Deber, el decano de la prensa del sur, periódico de la curia arequipeña, que tenía en sus filas a los más destacables jóvenes de la Juventud Católica, era un periódico de respeto por sus opiniones y el peso profesional de la gente que escribía en él.

Vieja casona en el corazón de la ciudad

Toribio Cuba
El traslado traía consigo una considerable mejora económica, y comencé a trabajar con el desaparecidoToribio Cuba Valdivia, quien ya era antiguo redactor de planta de aquel vespertino, cuya sede era una casona ubicada en el crucero de las calles Santa Marta y Jerusalén, en pleno corazón de Arequipa.

Las normas del periódico respecto del trato con los lectores eran conservadoras e inamovibles y en los primeros tiempos colisionaron con la forma de redacción que yo llevaba de La Prensa y que me hubiera gustado practicar.

Pero el director se opuso. En primer no había que “tutear a las personas”, es decir, había que escribir el señor fulano o la señora zutana, el doctor, el ingeniero, y no simplemente consignar el nombre y apellido como lo hacíamos en La Prensa. Debí adaptarme a las normas.

Había que evitar en lo posible incluir informaciones de suicidios y cuando el asunto era inevitable debido a la categoría del personaje que adoptaba esa decisión o a que afectaba a personajes o instituciones, había que bajar el tono de la nota con solo la mención de “se quitó la vida”.

Ahora digitalizan El Deber
Junto a Toribio Cuba, trabajaban Félix Cornejo, un gordo bonachón de espeso bigote que era un mecanógrafo sensacional porque escribía sin mirar el teclado y causaba la admiración de la gente que se detenía en la puerta del estudio de abogado donde trabajaba medio tiempo como secretario en la calle San Francisco.

Viajar a Lima era noticia

Allí también conocí a Javier Bustamante Ibáñez, magnífico redactor quien hizo un viaje a Lima y regresó con noticias de aquella ciudad que parecía de otro mundo, y las publicó en una serie que creo que duró una semana.

Entre las crónicas de Javier recuerdo una sobre La Parada, el enorme y desordenado mercado de Lima, donde, anotaba, se podía comprar desde una aguja hasta las piezas de un avión… robadas y se podía construir un automóvil con todas las piezas que se podían conseguir.

Se podía conseguir una aguja o un avión
Escribía de un mundo extraño, de una ciudad enorme, llena de monumentales edificios, para llegar a la cual, había que comprar un carísimo pasaje y abordar un avión de dos hélices que demoraba tres horas en hacer los mil kilómetros de distancia entre las dos ciudades. Uno podía también comprar un pasaje en autobús y resignarse a un viaje de tres días.

Fue allí donde me inicié como columnista escribiendo una columna que tocaba los asuntos pequeños que no merecían los honores de una información y que titulé “Así es mi barrio”, en la que podía escribir sobre un foco apagado en la calle tal o de las carreras peligrosas en que competían los ómnibus para ganarse un psajero.

Esa columna fue precisamente la que me abrió las puertas del pujante diario El Pueblo, que tenía un nuevo director, el doctor Luis Durand Flórez quien remplazaba al doctor Roberto Ramírez del Villar, a quien llamaban obligaciones políticas en Lima.

Ramírez del Villar
Otros periodistas del diario El Deber de entonces, fueron Daniel Neira Salinas, Enrique Chirinos Soto, Luis Rey de Castro, Ángel Eduardo Valdivia, Jorge Bolaños Ramírez, quienes emigraron a Lima y trabajaron en los diarios La Prensa y El Comercio. Bolaños se unió a la Democracia Cristiana y fue el brazo derecho de Héctor Cornejo Chávez.

Medir material con una pita

En talleres, adonde me gustaba entrar cotidianamente para observar el trabajo de impresión, conocí a don José Álvarez Cano, el regente, quien medía la cantidad de material de una nota convertida en columna de plomo, con una sencilla pita que siempre llevaba colgada al cuello.

Me admiraba que con esa medición, las columnas encajaran a la perfección en la rama (forma de metal del tamaño de la página) sin que quedaran colas o debiera cortarse el material.

Ahora, cuando diseño un libro o una publicación en InDesign o como cuando lo hacía en el quizá olvidado PageMaker, me pregunto si ellos, los trabajadores de los talleres que medían con una pita no fueron los precursores de los modernos sistemas de edición, sin la ayuda de tipómetro ni un contador de palabras.

Con los trabajadores de los talleres primero de El Deber y después de El Pueblo, aprendí a conocer el valor de cada letra y signo del alfabeto para fines de impresión. Entonces los grandes titulares se hacían con tipos de madera de más de cinco centímetros de alto equivalentes a 12 o más picas (medida tipográfica) o a 180 o 200 puntos.

El palacio arzobispal controlaba el periódico
Yo quería introducir en El Deber las carillas milimetradas sobre las que me había acostumbrado a escribir en La Prensa y que ayudaban a una medición más exacta del material en plomo. Una carilla escrita a tres espacios, daba material en letras de 9 puntos para una columna de 13 centímetros.

Pero quizá abuso de esta descripción técnica que ya es historia, por lo que solo recordaré que mi estancia en El Deber fue muy corta, unos cuantos meses, pues atendí otra oferta, mucho más tentadora que me extendió el director de El Pueblo, Durand Flórez para que llevara mi columnita de asuntos parroquiales a su periódico.

El Deber se ahogaba cada vez más económicamente. Su circulación era escasa, quizá por el hecho de que era un vespertino, y los supuestos lectores de la tarde comenzaban a ver la televisión o a escuchar la febril competencia de informativos de las radios.

O, por otra parte, quizá ocurría aquel fenómeno porque el inmovilismo conservador le impedía incursionar en las nuevas formas del periodismo que daban buenos resultados en la lejana capital peruana. (Luis Eduardo Podestá).


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