sábado, 25 de julio de 2015

¿Afeitada a la piedra o poto’e guagua?

Aquellos tiempos en que los
fígaros criollos tenían casi la
exclusividad de la limpieza facial  

Una insistente publicidad televisiva anuncia la mejor afeitada de todos los tiempos con una maquinita eléctrica que funciona a pilas y que aparte de limpiarle la cara de pilosidades, le arregla las cejas y le diseña la patilla, sin necesidad de ir a la peluquería… como en otros tiempos.

¡Cuidado con afeitar mirando a otro lado!
Permítame recordar que los días previos a las fiestas patrias –creo que ahora también– eran de peluquerías llenas, porque los grandes querían una afeitada en regla y los niños un corte de cabello que los dejara aptos para desfiles escolares.

Con la venia de la mesa, esto me trae a la memoria las afeitadas de antes, cuando los barberos, peluqueros o fígaros como la huachafería los llamaba, eran los encargados casi exclusivos de la limpieza de la cara.

Navajas para todos los gustos
Claro que había quienes, con un esfuerzo del bolsillo, adquirían una navaja de afeitar que había que afilar en una correa de cuero especial, o una maquinita de doble filo a la que se aplicaba una “gillete”, ¿se acuerdan?, –aunque fuera de otra marca– que después de cumplir su misión en afeitada diaria o interdiaria servía para otros fines.

Mi recordado colega, Ronald Coloma Herrera, ya desaparecido, me contaba que en Sullana, de donde era originario, había peluqueros que tenían varias calidades y precios para una afeitada común.

Un afeitada a la piedra era colocando al usuario una piedra redonda del río en la boca, de modo que le hinchara el cachete y lo preparara para la navaja. Otro tipo de servicio era la “afeitada al dedo”, de precio menor, en que el peluquero simplemente metía el dedo pulgar o cualquier otro para hinchar el carrillo o el labio superior por dentro y facilitar el paso de la navaja.

Parece que algunos barberos cobraban por pasada de navaja, porque, cuentan los memoriosos, cuando algunos clientes reclamaban por haberles dejado restos de barba en la cara, el peluquero le replicaba con tono profesional: ¡Ah, lo que usted desea es una afeitada poto’e guagua!

A los niños les daban historietas
Eso significaba una pasada más de navaja y quizá –no soy testigo porque entonces era muy niño para afeitarme– una elevación del precio.

En Arequipa había peluqueros o barberos que tenían en la puerta como sello distintivo un tubo luminoso que giraba y daba la impresión de una espiral blanca con franjas rojas y azules que subía interminablemente. Se trataba de peluqueros de respeto y clase especial, que cobraban más que aquellos que no tenían sino un  modesto letrero colgado en su puerta.

Señal de buena peluquería
Alcancé a ver en mi niñez dos de esos tubos misteriosos que me obligaban a quedarme fascinado largos minutos frente a una peluquería en la calle Puente Bolognesi, a media cuadra de la Plaza de Armas de Arequipa y otra de la misma laya en Puente Grau, cerca de lo que era un parque infantil del mismo nombre, convertido más tarde en un precario zoológico.

Y bueno, ver ese comercial de la televisión, me ha llevado a entregarle algo que recuerdo de aquellas peluquerías tan singulares y ya inexistentes en que el barbero –que nos atendía para el corte de cabello– era el noticiero del barrio, porque se sabía la vida y milagros de los pobladores de su entorno y, a veces, quien daba primero las últimas noticias. (Luis Eduardo Podestá).


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