Atacaron con tanques
el cuartel policial
de Radiopatrulla
Nota del editor –
Esta es la segunda y parte final en que se ha dividido un artículo evocador del
sangriento episodio del 5 de abril de 1975, durante la dictadura de Juan Velasco, por quien muchos juraban “chino, contigo hasta la muerte”, juramento
que duró hasta cuando Francisco Morales Bermúdez le dio golpe de estado el 29 de agosto
de 1975, conocido también como el “tacnazo”.
Por Luis Eduardo
Podestá
Uno de mis
ocasionales acompañantes, al parecer vecino del barrio, comenzó a contarme lo
que había visto.
“En la madrugada
han atacado con todo a los tombos”, dijo, “y debe haber muchos muertos. Les han
dado sin compasión después que los tanques entraron destrozando las puertas.
Los tanques han comenzado a disparar desde lejos, hermano. Mira las huellas que
han dejado los cañonazos en los torreones”.
Tanques en el centro de Lima |
Miré y en efecto,
aparecían huellas de los impactos en la masa gris de los torreones, desde
donde, me contó el desconocido, habían querido parar a los tanques con disparos
de fusiles, metralletas y pistolas, que no llegaban a arañar el blindaje de las
máquinas del ejército.
Unas dos horas más
tarde, soldados con el fusil en ristre, comenzaron a ahuyentar a los curiosos.
Me cuidé de ocultar mi libreta de apuntes.
Dos horas más
tarde, buscaba al fotógrafo Revilla por todo lado y al no encontrarlo emprendí
el regreso, grabando en mi memoria todo lo que había visto. No había ningún
vehículo de servicio público en ninguna calle.
Cuando abandoné mi
posición de observador en el jardín de esa casa cerca de Radiopatrulla, creí
que avanzando un poco hacia el centro, podría encontrar un carro que me llevara
cerca de mi periódico.
En la plaza Manco
Cápac me senté en un banco para descansar, anotar lo que podía escaparse de la
memoria y reemprendí el camino.
El fuego arrasaba el diario Correo |
Caminé por la
avenida 28 de julio y sudoroso, bajo el tórrido mediodía de verano, doblé por
Garcilaso de la Vega y entonces percibí con toda claridad el estampido de
disparos de fusil.
Al llegar a la
avenida España, comprobé que los disparos provenían de la cuadra donde se
encontraba Correo. Me oculté detrás de un poste de hierro. Había algunas
personas cerca que me aconsejaban tirarme al suelo como ellas. Seguí caminando
de poste en poste por la acera opuesta. Entonces vi una enorme columna de humo
negro. No lograba acertar de dónde provenía.
Un hombre que
estaba tendido cerca del poste desde donde yo trataba de localizar el origen
del humo, me dijo es el casino de policía –que quedaba justamente frente al
local del periódico– y otro le dijo no, el fuego es en el Centro Cívico.
Seguí trotando, me
ocultaba en los huecos de las puertas y detrás de los postes. De pronto los
disparos cesaron. De donde no supe jamás, salieron decenas de personas que
gritaban lemas contra la dictadura, se agruparon para marchar en alguna
dirección que no me interesaba. Yo quería llegar a mi periódico a escribir lo
que había visto aunque no fuera publicado.
Los trabajadores salvamos lo que pudimos |
Cuando llegué a la
puerta principal estaba cerrada. Me dije debo ir por la puerta posterior, que
daba a la entonces callecita Jacinto López, angosta y descuidada, por donde
salían los vehículos del periódico. Hoy es la última cuadra del jirón Camaná y
centro comercial de artículos informáticos.
A media cuadra del
periódico, en la esquina de Garcilaso y Bolivia, habían destrozado una enorme
ventanal del centro cívico y del interior sacaban muebles, cuadros, papeles,
todo cuanto pudiera servir para armar una fogata, que ardió un minuto más tarde
en medio de la calle.
Pero yo quería
llegar a mi periódico. Y al llegar mi sorpresa no tuvo límites. Por la puerta
de salida de vehículos los trabajadores sacaban muebles, archivadores
metálicos, escritorios, todo lo que podían salvar.
Me acerqué más y me
introduje en un caos espectacular. En medio del patio de cemento estaban
amontonados los muebles que podían salvarse. Una sección del local, construida
de material prefabricado, donde había algunas oficinas y el comedor, ardía como
una antorcha alimentada con gasolina.
Con alguien que me
dijo que lo ayudara, sacamos a un canchón de la calle Jacinto López, el
archivador que queríamos salvar. El canchón que daba alojamiento a los enseres
del periódico pertenecía a Sinamos, el odiado organismo que trataba de llevar
adelante la movilización social que el gobierno quería implantar al estilo de
la soplonería cubana de cada cuadra y que se había infiltrado en todos los
organismos estatales con el pretexto de realizar la obra social y de desarrollo
que el gobierno proyectaba.
Había incendios en toda la ciudad |
Allí dejamos el
archivador metálico que habíamos salvado. El edificio entero, desaparecida bajo
cenizas la sección prefabricada, ardía en ese mediodía trágico, cuyas columnas
de humo se sumaban a otras que en varios sitios de la ciudad, anunciaban que la
cólera popular se había ensañado con edificios estatales y a veces con lo que
no debía.
Entre ellos estaba
el edificio del ministerio de Educación, de cuyo vestíbulo desapareció una de
las famosas pinturas murales del pintor Teodoro Núñez Ureta, restaurada años
después.
Como era normal en
un régimen de fuerza, bajo un estado de sitio y toque de queda, se dio una
represión indiscriminada, cruel y desproporcionada que quizá quiso sentar un
escarmiento al abatir a balazos a saqueadores e inocentes durante tres días.
Como a las tres de
la tarde de aquel 5 de febrero, Hugo Neira, intelectual nombrado director de
Correo por la dictadura, hoy exdirector de la Biblioteca Nacional, nos dijo a
quienes estábamos reunidos en el patio observando las cenizas humeantes: “No
crean que el gobierno va a venir en auxilio por esta pérdida. Hay otros muchos
asuntos más graves que el gobierno tiene que atender”.
He traído
nuevamente al recuerdo en estas líneas aquel 5 de febrero porque fue una fecha
aciaga en medio de una dictadura incapaz de dialogar, y porque es deseable que
no vuelva a producirse jamás algo igual.
(Imágenes de archivo y medios de la época)
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