martes, 24 de septiembre de 2013

Arequipa, la de siempre

A uno lo atropellan,
amablemente,
cerca del hospital

Tuve la suerte de estar tres semanas en Arequipa y encontré -¡oh, maravilla!- que muchas cosas no habían cambiado y que otras, como la cortesía de la gente, se había elevado en muchos decibeles.

La misma plaza y el mismo tuturutu
Por ejemplo, el regidor de la Municipalidad Provincial Heber Cueva Escobedo, tuvo la amabilidad de atropellar con su veloz camioneta negra a un joven despistado –se encontraba, no obstante, en plena pista–, a pocos metros del hospital Honorio Delgado, lo cual, no hay que negarlo, facilitó la rápida atención del accidentado.

De paso –no sé si el señor Cueva Escobedo está en la oposición–, el autor del atropello no tardó en culpar nada menos que al alcalde Alfredo Zegarra Tejada, por no haber colocado las señales correspondientes en la vía donde ocurrió el accidente.

La misma congestión y falta de semáforos
Algo que extrañé mucho pero a lo que la gente y los conductores se han habituado en forma positiva, fueron los semáforos en los cruceros cruciales del centro histórico, de modo que la gente tiene que lidiar con los coches y los coches asustar a los transeúntes en busca del espacio necesario para cruzar.

Allí está por ejemplo, en plena Plaza de Armas el crucero San Agustín-Santa Catalina, donde si no hay policía uno puede rezar diez credos sin la esperanza de que las dos corrientes de vehículos concluyan, pues vienen de dos direcciones y todos quieren ser los primeros.

Eso, sí. En vías no centrales como Porongoche, donde se encuentran los gigantescos centros comerciales que adornan la ciudad y en la carretera que atraviesa Cerro Colorado para llegar al aeropuerto, se presentan atentos policías de tránsito o no, para detener los vehículos y ceder paso a la gente. ¡Qué  amabilidad!

La gente sigue dando de comer a las palomas
Será porque allí tampoco hay los semáforos necesarios para controlar el flujo de vehículos y transeúntes en forma ordenada. Pero en fin…

Entre los que claman por pasar a bocinazos están los taxistas, varios miles más de los que realmente necesita la ciudad, según estadísticas y que se hallan agrupados en empresas que exhiben a todo color sus números telefónicos en los casquetes de su carrocería.

Dicen que por eso han disminuido los asaltos de delincuentes motorizados que se disfrazan de taxistas. Y en realidad, en las tres semanas de mi última estada, no leí ni vi ningún informe sobre asalto sobre ruedas.

Lo nuevo: el buñuelo gigante
Sí encontré que se trata de señalar diferencias con las costumbres foráneas. El restaurante de Juanita, frente al Parque Maita Cápac, la Plaza de Armas de Miraflores, los buñuelos –no los llame picarones, por favor– son gigantescos y la cara de un niño cabe tranquilamente en el aro.

Allí también los anticuchos de corazón no vienen en palitos como en Lima, la horrible, sino extendidos en el plato como si fueran churrascos.

Anticuchos al plato, no en palitos
Y, para terminar este breve recuerdo de los varios que me traje en la mochila, no se puede dejar de gozar el sol. Uno que va cada año no puede dejar de hacerlo, pero los pobladores de planta reniegan por la radiación ultravioleta, que sube hasta límites que la Organización Mundial de la Salud considera peligrosos, pero que la gente aguanta con mangas cortas y sin prenda de cabeza, como diría un instructor militar.

El día en que salía de la Blanca Ciudad, un viajero me dijo de buenas a primeras en la nueva sala de espera del aeropuerto –¡internacional!, por si acaso-: “¡Se manejan una concha… Hoy comienza la convención minera y la remodelación del aeropuerto aún no está terminada!”.

La misma impaciencia de la espera
Esta era la trigésima primera vez que se realizaba una cita mundial de los mineros y nadie había objetado durante las treinta veces anteriores la pequeñez e incomodidades del viejo aeropuerto. Esta vez, ese vecino sí lo hizo. Díganme si no son ganas de joder al estilo de la nevada arequipeña.


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