Desde el rocoto relleno hasta
los andenes vistos por
argentinos
Nota - Los periodistas
Pablo Donadio y María Clara Martínez del diario Página/12 de Buenos Aires, visitaron
Arequipa y se fueron encantados, como lo demuestra el artículo que escribieron
y que fue publicado el domingo 23 en ese diario. Tendrá que acostumbrarse a las
palabras que definen algunas comidas, bebidas y lugares de Arequipa, pero eso
es lo de menos. Léalo usted mismo.
Perú, Arequipa, reina
de las sierras
Blanco y rocoto
Por Pablo Donadio y María Clara Martínez
Segunda ciudad en
importancia del país, Arequipa ofrece el radiante encanto de su arquitectura
colonial en piedra sillar. Dinámica en lo industrial y comercial, reserva para
el turismo el centro histórico y los barrios cercanos donde la siembra en terrazas
hace escuela, mientras la gastronomía regional conquista a los visitantes.
Admiraron edificios de sillar |
No hay edificios con
más de dos o tres pisos en todo el centro histórico de Arequipa. Así, la ciudad
deja al descubierto todo el esplendor edilicio de parques, conventos,
universidades, museos y casonas coloniales, quizás el mayor atractivo para
quien llega de visita.
Esa refinada
arquitectura y la creciente apertura al turismo le otorgan una enorme similitud
con Cuzco, de la que se diferencia y distingue, sin embargo, por el brillo y la
textura del sillar. Esa roca volcánica viste las fachadas y muchos interiores,
en edificios particulares o administrativos.
Dicen que por ese uso
corriente del sillar Arequipa es conocida desde la llegada de los españoles
como la “Ciudad Blanca”, aunque algunos aseguran que el apodo se debe sobre
todo al hecho de que en Arequipa eran los blancos los que residían, mientras
negros e indios no eran bien recibidos.
Pero la cordialidad
actual de su gente y el buen trato hacen olvidar aquellos tiempos, si es que
así fue alguna vez. Lo cierto y comprobable es que esa roca se ha extendido más
allá del centro hacia casas humildes de barrios aledaños, aunque poco a poco el
ladrillo hueco y naranja va coloreando y “afeando” su coqueta arquitectura,
provocando la furia de los nostálgicos del sillar.
Segunda ciudad a
nivel nacional por su desarrollo industrial y comercial, consolidada por su
particular gastronomía y con algunos barrios agrícolas como Yumina, donde aún
se practica la siembra en terrazas, la convivencia entre lo antiguo y lo
moderno es aquí evidente, y por demás atractivo.
Buenas y malas
Bajo el influjo del
gran Misti (5825 m.s.n.m.), el cerro al que los arequipeños le confieren
poderes sobre la urbe y su destino, la entrada a Arequipa impacta: soberbia en
el resplandor de sus muros volcánicos, tallados con hermosas figuras y
filigranas, la ciudad no escapa a la lógica peruana y sus calles angostas viven
al ritmo de los vendedores ambulantes y la comida humeante y al paso.
Recomiendan cuidarse de los taxis |
Es de extrañar aquí
la ausencia de motocarros, común en gran parte del país, aunque su servicio es
reemplazado por frenéticos taxis de los que todo peatón hará bien en cuidarse.
Los arequipeños se
saben pobladores de una pujante ciudad y aman su tierra. Lo dejan ver y lo
dicen también en cada comentario: “¿Qué chévere Arequipa, no?”, precede
cualquier comentario o pregunta callejera.
La singular
arquitectura cautiva de inmediato a los visitantes, que se distinguen por sus
cabezas en alto frente a columnatas, torres o campanarios. En este sentido, y
si bien hay algunos espacios para conocer gratuitamente como la Plaza de la
Compañía o el Museo de Antropología de la Universidad de San Agustín, resulta
un punto flojo el alto precio de las entradas para conocer algunas iglesias y
edificios emblemáticos, como el convento de Santa Catalina (35 soles por
persona, unos $110).
Visitaron viejos "tambos" de Puente Bolognesi |
Entre los espacios
gratuitos, además de la Plaza de Armas y algunos patios españoles, se encuentra
la calle Puente Bolognesi, una arteria en apariencia nada interesante: pero
allí, detrás de los comercios que aparecen en las fachadas, se abre otro mundo.
Un mundo que se conecta con los tiempos en que aquí se afincaban los viejos
“tambos”, esas casas de huéspedes coloniales y chasquis con galerías internas y
patios inmensos, pero escondidos a simple vista.
A tres cuadras de ahí
y metros de la plaza mayor, Joel nos recibe en el Hotel Tierra Viva con una
clave para la visita: “Deben probar el rocoto. Recién ahí podrán decir que han
estado en Arequipa”, advierte.
Con la complicidad
del mediodía, no dudamos en hacerle caso, y caminamos al centro histórico donde
sobran propuestas para descubrir platos regionales en el segundo piso de las
galerías, con vista a la Plaza de Armas.
Lo llaman pimiento... pero les picó |
Allí mismo
comprobamos que los sabores arequipeños son otro plan en sí mismo. Clásico
entre clásicos, el rocoto relleno aparece en la mayoría de las mesas de
turistas o locales, que se entregan al pimiento picantísimo, relleno con carne
picada, cebolla y aceitunas, y que es acompañado por un mil hojas de papas al
que llaman “pastel”.
El té de muña bien
fresco y la chicha morada, una dulce bebida de maíz, son los dos refrescos que
suelen acompañar las comidas y apagar su fuego. Aunque sea solo el comienzo,
porque la cosa no queda ahí: abundante, barata y deliciosa, la comida
arequipeña se presenta en “primeros” (entradas), “segundos” (plato fuerte) y
postres, rubro último en el que hay una fuerte tradición, con variedad de
pasteles, alfajores, mazapanes y mazamorras.
A las terrazas
Huayna Capac, uno de
los últimos gobernantes incas, fue quien le habría dado nombre a Arequipa, al
pronunciar “Ari-qquepay” (“quedémonos aquí”) en pleno valle del río Chili,
donde estableció una comunidad. Con ella llegarían también nuevas técnicas
hídricas y el brillante manejo agrícola de andenes en lugares sin suelo llano.
De lo primero poco queda a la vista, ya que la ciudad es hoy
arquitectónicamente colonial. De lo segundo, sin embargo, aún hay mucho.
Descubrieron los extraordinarios andenes de Yumina |
A cinco cuadras del
centro, la avenida Independencia lleva a esos barrios de interés: el bus número
6 es la clave del éxito para dos en particular, que conjugan historia y
actualidad. En apenas media hora se llega a la intersección del barrio de
Sabandía y Yumina, y ahí se elige por dónde empezar.
En el primer barrio,
a sólo seis cuadras, descansa el viejo molino harinero del pueblo, impulsado
aún por la fuerza del río. Allí molían sus granos todos los chacareros de la
zona, hasta la llegada de las máquinas modernas.
El predio tiene los
primeros artefactos, ruedas de piedra y carretillas del molino, pero además
varios rincones verdes para pasear, descansar y animarse al picnic. Hay una
cascada y un criadero de vicuñas que se suelen soltar y entonces se las ve
beber agua del río en medio de los visitantes que andan de paseo. Cabalgatas y
visitas guiadas completan la oferta.
Hacia el otro lado
comienzan los 3,6 kilómetros de camino ascendente a Yumina, el reino de los
andenes. Allí, como hace siglos, los pobladores realizan un colosal trabajo de
siembra en altura, llenando sus laderas con zanahoria, maíz, papa, avena,
quínoa y alfalfa, entre otros productos, y desviando en canales, acequias y
arroyos las aguas cercanas, que corren como venas y bajan hasta el pueblo.
Estos campos de
Yumina son apenas un ejemplo de lo que ocurre en los valles más lejanos,
replicando el antiguo sistema de líneasde piedra escalonada en cuanto cerro
hay en el valle.
Más allá de su uso
práctico, esas terrazas parecen obra de un pintor. Ondulantes, coloridas y
fértiles, se despliegan sobre cerros con algunas pequeñas casitas, donde las
familias aparecen quitando las malezas.
Curiosearon la sección frutas de San Camilo |
Además de las pilas
naranjas de zanahorias y los mil colores de papines, en pleno mercado se
prepara una versión del rocoto para llevar a casa. Los pimientos son más
grandes y los pasteles se hornean en bandejas de panadería para que uno elija
su porción y, si quiere, lo coma allí mismo.
Así, y como bien nos
han dicho, uno puede sentirse plenamente en Arequipa.
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