en la Capilla Sixtina que
decoró Miguel Ángel
Como el
Vaticano está lleno en todas sus dependencias, de valiosas obras de arte, la
Capilla Sixtina quizá no sea el más solemne ni sagrado, pero sí el que contiene
profusión de pinturas de Miguel Ángel Buonarotti, el genio del Renacimiento, quien
la decoró con imágenes que van desde la comunicación de Dios con el hombre en
la Creación, hasta el castigo en que los pecadores no tienen perdón y son
echados al fondo del infierno.
En ese
ambiente, que llama a la admiración y al recogimiento, se han colocado dos
estufas donde serán incineradas las papeleras de votación, de una de las cuales
–en una precaución que se toma por primera vez en muchos siglos– saldrá el humo
negro de los papeles humedecidos y de la otra el humo blanco que hará exclamar
a la humanidad una, vez más, “papa habemus”.
Hace diez años
–y no creo que haya sufrido ningún cambio, salvo la colocación de asientos y
las estufas referidas– la Capilla Sixtina tenía una sola y estrecha vía de
ingreso para los visitantes.
Hay que
recordar que en 1377, el papado –que se había establecido en Aviñón– retornó a
Roma, y la ciudad y la basílica, cuya historia van juntas, recobraron su
antiguo brillo. En los años setenta del siglo XV, fueron llamados los artistas
más famosos de ese tiempo, Miguel Ángel y Rafael, para decorar los aposentos de
los pontífices.
El papa Sixto
XV dispuso también la construcción de la Capilla Sixtina, nombrada así en su
homenaje, el ambiente donde más obras de arte pueden encontrarse juntas en el
mundo entero.
No es tan
sencillo llegar a la Capilla Sixtina. Antes hay que pasar, según el programa
para visitantes, por un vestíbulo de Belvedere, luego por la llamada Galería de
las estatuas que luce en el centro una bañera griega de mármol, a continuación
por la Galería de los Bustos, con imágenes de emperadores romanos, el Aposento
de las Máscaras en la que destaca la Venus de Cnidia, copia romana de una obra
griega, la Sala de las Musas, donde también, para variar, hay copias romanas de
musas y poetas griegos y la Sala Redonda, donde brilla por su fuerza expresiva
un Hércules de bronce.
Más adelante está
el Museo Etrusco con profusión de jarrones de la Etruria meridional, la Sala de
la Biga donde se yergue la famosa estatua del Discóbolo, copiada asimismo, de
su original griego, la extensa Galería de los Candelabros, cuya bóveda cubierta
por hermosas pinturas anuncia lo que vendrá en la Sixtina.
Hay que
recorrer también la Galería de los Tapices, la extensa Galería de los Mapas, y
las estancias de Rafael, consistentes en grandes pinturas de escenas de la
antigüedad.
El plato de
fondo es la Capilla Sixtina. Entramos a ella con mi hija Beatriz, mi guía en
ese viaje, a través de una pequeña puerta y no se puede reprimir una expresión
de asombro ante la grandiosidad de las pinturas en paredes y techo, iluminadas
aún por la luz del sol de la tarde que penetra por ocho amplias ventanas
situadas en el tercer nivel de las paredes.
Su nombre
proviene del papa que encargó su construcción, Sixto IV, que ocupa el mismo
lugar de la Capilla Magna, destinada a las reuniones de la corte pontifical y
que en sus comienzos estuvo fortificada ante el riesgo de ataques, por un lado
de los Médici de Florencia con los cuales el papado estaba en constante
conflicto, y por el otro el temor a los turcos de Mahoma II que incursionaban
en aquellos tiempos por la costa oriental de la península.
Nos detuvimos
un instante junto al altar que ocupa la parte anterior para dar una mirada
panorámica sobre el conjunto, luego avanzamos por la plataforma y bajamos tres
escalones y nos ubicamos en el centro para mirarlo todo. Luego, cuando hubo
cómo hacerlo, tomamos asiento en una de las dos largas bancas adosadas a las
paredes laterales. Nos ubicamos primero a la derecha para observar con
minuciosidad el muro que teníamos frente a nosotros.
Después de una
interminable contemplación, nos trasladamos al otro lado para tener una nueva
visión de las pinturas y no perdernos nada. Pero lo que nos deparó una emoción
más intensa fue la contemplación del techo que dividido en nueve grandes
secciones, nos mostraba escenas bíblicas.
Nos impresionó
especialmente el cuadro la Creación de Adán, de Miguel Ángel, que ha inspirado
en nuestro tiempo decenas de obras desde el cine hasta pinturas e iconografia
de la más diversa. Allí, el Creador alarga su brazo para tocar con su dedo el
que Adán también le extiende, para comunicar al hombre el soplo de su espíritu
que lo haría a su imagen y semejanza.
Ahí también
está el pecado original y la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, la Rebelión
de los ángeles y la ira del Señor, el Diluvio Universal y el impresionante
Juicio Final, también encargado a Miguel Ángel Buonarotti, quien ocupó la pared
del fondo para ilustrarla con terribles escenas el castigo a los pecadores que
son empujados al infierno por el siniestro barquero Caronte, y la
bienaventuranza de los elegidos, ante el Jesucristo justiciero acompañado por
su madre, a quienes rodean algunos santos, entre ellos Santa Catalina.
Juicio Final, castigo a los pecadores |
Entre todas
estas grandiosas obras, la contemplación de simples mortales como nosotros, era
inagotable e incansable. No nos cansábamos de admirar las pinturas intermedias,
como la Sibila de Libia y la Sibila de Delfos, de Miguel Ángel, y a los
profetas y los santos en sus características ocupaciones.
Nada más
extraordinario entre todos los museos visitados antes y después. Algunos nos
dieron una imagen del camino que el hombre ha recorrido en su afán de
bienestar, de conquista, de bondad y de solidaridad, pero la Capilla Sixtina
nos regaló la imagen sublime de lo divino en mil formas que van desde la
ternura de los trazos de una Virgen hasta el castigo inmisericorde donde la
justicia se hace patente y real, ante la desesperación ya sin esperanza de los
condenados.
En ese ambiente
el futuro monarca de la iglesia será elegido y es de desear que las grandes
pinturas de imágenes sagradas inspiren a los electores a votar por el mejor,
por un papa que extirpe la corrupción y los manejos que han convertido el
templo en una cueva de ladrones, y que, en concordancia con el tiempo que
vivimos, sepa atender las necesidades humanas y tienda como el Creador en la
pintura de Miguel Ángel, una mano de paz y de justicia que reconcilie a la
iglesia con quienes se han apartado ante los pecados de quienes debieran ser
sus guías.
Luis Eduardo Podestá
No hay comentarios.:
Publicar un comentario