Guerra a la luz de las velas,
el argumento de una
desaparición anunciada
Acabo de leer Guerra a la luz de las velas, del laureado escritor Daniel Alarcón, quien acaba de alcanzar el premio de la Casa de las Culturas de Berlín, y a quien me une una filial relación, si así puede llamarse, a través de la antigua amistad que llevo con su padre, el médico siquiatra Renato Alarcón Guzmán y su esposa Graciela.
El autor, Daniel Alarcón, 32 años
Ya Renato me había anticipado el argumento de la narración en una conversación sostenida a finales del pasado octubre y me propuse no perder más tiempo y leer aquella pieza literaria que ha sido tan elogiada por la crítica.
La lectura de Guerra a la luz de la velas me dejó un contradictorio sabor de amargura, desazón, incertidumbre y ternura, y la renovada convicción de que la ficción que diseña el autor es la realidad que vivimos en aquellos años de terror y sangre.
Detrás de aquella supuesta coraza de objetividad impersonal del relato percibo el cariño que le despierta el luchador social envuelto en una extraña guerra difícil de entender, quizá porque me es familiar el escenario en que se mueven los protagonistas.
Cómo esquivar, por ejemplo, el recuerdo del templo de San Antonio, al que Daniel Alarcón alude al describir la personalidad de “Fernando”: “Fue boy scout en Arequipa y monaguillo en la pequeña iglesia de San Antonio de Miraflores. Vivíamos en la casita de la calle Tarapacá y todos los domingos íbamos a pie a la iglesia”.
El escenario real
La calle Tarapacá, en la antigua zona de Miraflores, está a dos pequeñas cuadras de la encantadora plaza de San Antonio, frente a la cual se encuentra la iglesia del relato y es parte de un enrevesado barrio de estrechas vías con aceras de piedra. Tiene una sola cuadra larga cortada en su vereda derecha por la calle Melgar, y choca al norte con la calle Moquegua y al sur con la calle Tacna. Cuando Daniel se refiere a Tarapacá, habla de una calle que muchos creen que no existe, pero que cobra vida en el relato y no se puede menos que evocar ese viejo barrio del distrito de Miraflores de Arequipa.
La "casita" debía quedar a unos 200 metros de a iglesia
Prosigue: “Estudió en el colegio Independencia, al igual que sus hermanos mayores, y años después todavía cantaba con orgullo la canción símbolo de su alma mater, el vals Independencia; en un viaje de dieciocho horas en automóvil de regreso de Lima a Arequipa, lo usó contra el sueño, cantando para mantenerse despierto. Le decía a su madre que aquella melodía era inolvidable…”
Páginas más adelante, Daniel rinde un tributo a Arequipa, la tierra de sus padres y abuelos, mientras continúa la descripción de la personalidad de Fernando: “Hay que entender lo que significa nacer al pie de un volcán. Más que una ciudad, Arequipa es un templo viviente en homenaje al Misti, esa imponente masa de roca y tierra que se eleva detrás de la catedral. Los hombres invocan su nombre para jurar que algo es verdad, ¿Qué efecto puede tener un volcán sobre un hombre, excepto dejar grabada en él la necesidad de soñar a gran escala?”.
Recuerda también un episodio revolucionario, que junto a la tragedia que significó para Arequipa, dejó constancia para la historia de la solidaridad y rebeldía populares frente al abuso y el autoritarismo.
“En 1950, cuando Fernando tenía dos años, el colegio Independencia se declaró en huelga. Los estudiantes bloquearon las puertas del edificio, y se encerraron dentro para protestar contra el aumento de pensiones escolares, Lo que siguió fueron tres días de tensión (…) . El gobierno envió tropas, un estudiante murió. La ciudad se volcó a las calles. Todo hombre de Arequipa sabía que si la campana de la catedral sonaba, había que reunirse en la plaza. Las estrechas calles de la ciudad se llenaron de furiosos vecinos, agricultores, rancheros, comerciantes, estudiantes. En Arequipa uno tenía derecho a estar furioso. A exigir mejoras, ¿no era su volcán una prueba de que estaban predestinados para mucho más?. (…) Al menos por un día, una semana, un mes, quienes estaban en el poder se vieron forzados a escuchar a la gente. Así era como se resolvían las cosas. Era la tradición”.
Fernando, el luchador social protagonista de Guerra a la luz de las velas, le recuerda al tío que perdió, que también fue su padrino, quien desapareció un día de principios de diciembre de 1989, cuando el Perú asistía a los estertores de la guerra subversiva.
El personaje real, Javier Alarcón, dirigente del partido Unión Democrático Popular (UDP) y presidente de la Asociación de Docentes Universitarios del Perú (ADUPE), desapareció aquel año, cuando hacía campaña electoral en una ciudad de la sierra central.
Cuenta Renato Alarcón que a mediados de aquel diciembre, Javier llamó a su esposa para comunicarle que se sabía vigilado y que estaría en Lima de todas maneras para pasar la navidad junto a ella y sus dos pequeñas hijas.
Pero entre el 8 o 9 de enero, una llamada desde Lima, atendida por Renato, quien se encontraba en Birmingham, Alabama, Estados Unidos, le comunicaba la desaparición de Javier y las escasas esperanzas de volver a verlo. Renato estalló en llanto y gritó con desesperación.
En la puerta de la habitación estaba Daniel, quien entonces tenía 12 años, sin decir palabra. Asistió así a la desesperación de su padre y supo cuál era el motivo. Lo calló hasta cuando construyó su Guerra a la luz de las velas para dar una respuesta de ternura en el relato al cariño que alguna vez recibió de su tío y padrino Javier.
Más que un relato sobre personajes de la guerra interna, creo que Daniel ha trazado un retrato de su tío envuelto en el vértigo de su credo para defender a los pobres y atender a sus necesidades, que lo llevó a la renuncia de su formación familiar para sumergirlo en el agujero negro del horror en que el fundamentalismo maoísta hundió al Perú durante 20 años.
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