jueves, 18 de junio de 2009

El pueblo fantasma de Santa Bárbara

A 4 200 metros de altura,
resucita para su fiesta
cada 8 de diciembre




Desde el centro solitario de la plaza de Santa Bárbara, pueblo adonde llegamos desde Huancavelica luego de un corto viaje de unos cuarenta minutos sobre carretera afirmada, escuchamos el sonido fantasmal de una calamina que se sacude con el viento y el sonido resuena como una extraña campana que no convoca a nadie.


El viento cruza libre a través de puertas y ventanas vacías en aquel pueblo que solo resucita cada 8 de diciembre para celebrar la fiesta de la Ascensión de la Virgen en el alargado templo, limitada imitación de la catedral de Huancavelica, que vio hace quinientos años otras gentes y otras algarabía y solemnidades que le causaban envidia a las que se celebraban en la capital del virreinato.


La iglesia ocupa todo el borde sur de la plaza y su portada luce, a despecho del olvido y de los años, el rojo color del azogue, que también cubre la portada de la catedral de Huancavelica. Como tenía que ser, detrás de la iglesia se encuentra el cementerio con escasas cruces y tumbas que parecen olvidadas.


Pero ese es el pasado fulgurante de una época en que la cercana mina Santa Bárbara era la única productora del azogue, inestimable elemento sin el cual el oro no era oro ni la plata era la plata con que los conquistadores ansiaban llenar sus alforjas de nuevos ricos y hacer ostentación de lo que jamás hubieran tenido en su lejana España.


Me acompaña Greco Barboza, estudioso que descubre en cada piedra el pasado de una tierra que hizo la riqueza de miles de aventureros durante cinco siglos de explotación pero que hoy es pobre de solemnidad, la más pobre de un país pobre. También están en este pueblo fantasma de Santa Bárbara, el doctor Edgar Ayuque y Simeón Chávez Sedano, conocedores de la región.

Dos letreritos nos informan que estamos en el Pueblo de Santa Bárbara a una altura de 4,200 metros sobre el nivel del mar. Ni un alma y solo el viento que silba entre las grietas de las casas de piedra y el graznido de algún ave que anida en un rincón desconocido.


Pero no siempre fue así. En los días de gloria de la cercana mina Santa Bárbara, el pueblo vivía, palpitaba con sus negocios y pobladores, muchos de ellos trabajadores que se iban a los socavones muy temprano y volvían por la tarde a sus hogares. Era un pueblo que vivía.

Esta soledad y el silencio actual de la plaza solo se alteran, me dicen Barboza y Ayuque, cuando desde las vísperas de cada 8 de diciembre, día de la Virgen de la Ascensión llegan de todos los pueblos vecinos y de la cercana capital departamental, miles de personas de toda condición, todos devotos de la virgen.


Se instalan mesas y quioscos en los alrededores de la plaza donde se alzan castillos de fuegos artificiales, mientras a la luz de velas y faroles la gente disfruta de aquella noche. Se escuchan la música estruendosa de una banda y los cohetes que rasgan el cielo con sus estallidos. Se abren las puertas de la iglesia y un sacerdote oficia las vísperas. Al terminar la ceremonia religiosa, el cielo de la plaza se llena de las luces multicolores de los fuegos artificiales.

La gente baila, come y bebe hasta muy tarde y duerme donde puede, a despecho del frío cordillerano o de la lluvia, hasta el día siguiente, día central de la fiesta.


Al día siguiente, a media mañana, el religioso oficiará la misa solemne ante el templo lleno de fieles, que luego disfrutarán de la fiesta en la plaza con más música, bailes, comida y mucho licor. Al atardecer cada uno volverá a su casa, algunos a pueblos muy lejanos y la plaza y el pueblo entero, volverán a su silencio de un año… hasta el próximo 8 de diciembre.




(Fotos de Greco Barboza y del autor)

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