Un infarto al corazón
se llevó a la eternidad
Nunca tuvimos una amistad íntima, pero creo que de lejos nos teníamos ese respeto por quienes sabíamos manejar la parte de la profesión que nos correspondía y porque amábamos nuestro trabajo y lo hacíamos respetar.
Pero, quizá en secreto, yo te admiraba, Guillermo Thorndike, aunque nunca llegué a decírtelo.
A veces no se me cocinaba que tuvieras esa admiración casi religiosa por Raúl Villarán a quien conocí en la cúspide de su carrera, que marcó quizá la cúspide de la carrera de muchos periodistas.
Coincidía contigo en que los periodistas debían ser bien pagados y quien manejaba ese convicción y respeto por el bienestar de los colegas que trabajaban con él, era el Gordo Raúl Villarán. Nunca han tenido los periodistas mejores sueldos que en esa época ni mayor respeto de sus jefes y de la comunidad donde trabajaron.
Tú también eras gordo, pero más eras “gringo” y esa fue la chapa con que te conocimos muchos antes de lidiar con tu difícil e impronunciable apellido.
Cuando fuiste a Arequipa a trabajar en la salida del diario Correo cuya jefatura de informaciones yo desempeñaba, te precedía la aureola del joven triunfador. Tenías poco más de veinte años y ya eras el brazo derecho de ese genio del periodismo -caprichoso, colérico, temperamental, bromista-, que fue Villarán y a quien a veces tratabas de imitar en el calor y el nerviosismo de los cierres de edición.
Recuerdo tu actitud de mariscal dirigiendo las huestes periodísticas no a punta de bastón sino a fuerza de estridencias de pito policial que era tu símbolo del mando en aquella redacción de la calle La Merced de la Arequipa de 1963.
Cómo no recordar tu gesto de caballero cuando en el almuerzo de despedida –regresaban a Lima para continuar tu trabajo en el próximo Correo– y sacaste del bolsillo el pito de mando y en medio de una ceremonia me lo entregaste con la recomendación de que lo utilizara para bien del trabajo que estábamos obligados a realizar con eficiencia.
Tenía una devoción reverencial por Raúl Villarán
Cómo no recordar tu espontáneo abrazo cuando nos encontramos en el jirón Ica, en un restaurante frente al viejo local de Expreso, tu exclamación ¡Cholo Podestá, dónde andas! quizá en desquite porque te decía “gringo” y te señalé la puerta de Expreso: “ahí enfrente”.
Y después, Guillermo Thorndike, una prolongada ausencia. Fundaste La República, publicaste libros que junto al lado de tu función periodística parecían tu verdadera vocación porque siempre quisiste hacer las cosas a lo grande y no nos volvimos a ver.
Un día, cuando supe que escribiste sobre el hombre que vivió nuestra más grande epopeya de la guerra del mar, Grau, escribí algo sobre ti y algunos recuerdos en lo que fue la “Gaceta de la OCMA”, un boletín que creció hasta convertirse en revista de cien páginas.
Muestra el libro junto a un gran retrato de Villarán
Allí, en la edición 57-58 de setiembre-octubre de 2006 escribí “Thorndike, periodista convertido en novelista de la historia”, porque estaba convencido de que habías llegado a ser lo que siempre quisiste.
“Lo veo ahora”, decía en esa crónica, “en aquella redacción de la calle La Merced, taconeando enérgico sobre el piso enmaderado, fumando incansable cigarrillos rubios, examinando las carillas que se le presentaban, mover la cabeza negativamente, sentarse ante una máquina de escribir y convertir una nota sin importancia en una información con todos los ingredientes que la convertían en noticia de primera”.
Cuando esta mañana, Guillermo Gonzales, el coordinador de la oficina, me vio entrar, me dijo antes del saludo habitual ¡Guillermo Thorndike ha muerto esta madrugada de un infarto al corazón!, sufrí un choque que pocas muertes me han causado.
Muchos no hemos podido hacer de nuestras vidas una noticia de primera página y no sabemos si nuestra muerte merecerá esos honores.
Tú sí lo has logrado Guillermo Thorndike. Tu obra periodístico-literaria te ha elevado a esas alturas. En lugar de ir a Buenos Aires para mirar de lejos al Perú te fuiste al cielo para mirarlo más de cerca y vigilarlo. Solo espero que allá donde estás no empieces por mirar a Dios con ojos de periodista para hacer también de El una noticia de primera plana o un nuevo libro negado para la lectura de los hombres.
Adiós, gringo. Estás con Dios.
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