Pinos y eucaliptos, un valle
Pocas veces se puede decir de algún paraje de nuestra cordillera “cuán verdes son tus cerros”, porque en general, las montañas del Perú son áridas, entristecidas por la humedad de una lluvia que se acerca o que ya pasó, solo abrillantadas por la nieve que las corona y que, para desgracia nuestra, está disminuyendo para dejar al descubierto un campo yermo donde quizá no volveremos a verla jamás.
Pero en lo que sus propietarios llaman orgullosamente Cooperativa Agraria Atahualpa Jerusalén Granja Porcón, el panorama es diferente. Allí sí se puede decir, cuá verdes son tus cerros Porcón
Doce en una combi
Salir de Cajamarca en una combi con doce personas ansiosas de conocer la granja maravilla de que muchos les han hablado es una experiencia que muchos viven todos los días cuando y vienen de la granja y algunos, como yo, por primera vez.
Unos diez minutos después de la salida, en Huambocancha, el vehículo se detiene para que los visitantes vean –y compren– las esculturas de piedra blanca que un grupo de artesanos labra en tamaños que van desde las miniaturas de diez centímetros hasta el tamaño natural de un ser humano.
Unos veinte minutos más tarde la carretera bien asfaltada que lleva a la mina de Yanacocha, lo abandona a uno y la combi entra en una trocha que no perderá su ritmo de montura encabritada hasta llegar, casi una hora después, a la Cooperativa Atahualpa Jerusalén de Porcón, a unos 3 200 metros sobre el nivel del mar y a 30 kilómetros al norte de Cajamarca.
Durante el trayecto, ya desde el comienzo de la trocha, veíamos letreros verdes con letras blancas donde se leen orientadoras frases bíblicas sobre la forma de llevar su vida en paz sin perjudicar a los demás.
Los letreros se irán haciendo más frecuentes conforme vamos acercándonos al destino, donde, no solo se verán más carteles del mismo tono, sino una hilera de banderas en lo que debe ser la casa principal, en lo alto de la cual aparece, por supuesto la bicolor rojiblanca y muy, muy cerquita de ella, la de Israel, como tenía que ser, tratándose de gente seguidora de la Biblia como nuestros invisibles anfitriones.
Es una tierra de verdes cerros donde los bosques de pinos y eucaliptos perfuman y purifican el aire. Como premio adicional, los dueños de más de 12 800 hectáreas de la granja Porcón, tienen ingresos no tan breves por la venta de madera, que se emplea para la construcción de casas.
Las planchas de madera de eucalipto sirven perfectamente para apoyar los pisos de segundas plantas, para los marcos de puertas y ventanas y, cuándo no, para la construcción de galpones y, cuando la gente se anima, para levantar casas completas.
Ya no se ve el cerro maldito
Cuando uno se acerca a Porcón, comienza a ver cerros enteros cubiertos de vegetación. Todo ha cambiado por completo y ya no se trata del aspecto que da el llamado cerro maldito de Cajamarcorco, a unos ocho kilómetros de Cajamarca, donde dicen que habitan los demonios que salen por las noches para asustar a la gente que se atrever a caminar por sus inmediaciones.
El viajero debe pasar por Porcón Bajo, a 3 000 metros sobre el nivel del mar, de donde sale en las semanas santas una procesión de 40 cruces desde los numerosos caseríos cercanos. Algunas de ellas llevan adornos de metales tan pesados que el hombre que las ponga sobre sus hombros se sentirá aplastado por unos 90 kilos de sacrificio en remisión de sus pecados.
Llegamos entre bosques y el aroma de los eucaliptos al centro comunal de Porcón, unos 30 kilómetros al norte de Cajamarca.
Es día de trabajo, los campesinos deben estar en sus chacras. No los vemos porque nosotros, en plan turístico, iremos por un sendero preestablecido, que nos llevará hasta las distintas secciones del zoológico de Porcón, que es, dicen, la mayor atracción del lugar.
Centro administrativo de Porcón a vuelo de pájaro
Los dueños de la granja, miembros de la cooperativa que ha sobrevivido y prosperado contra viento y gobiernos que destrozaron esas organizaciones porque le hacían competencia a la banca grande con la cual no había que malquistarse, venden la leche de su excelente ganado a la holandesa Nestlé, pero también producen artesanía, truchas, miel y polen de sus colmenas, muy apreciadas por su calidad.
El guía que nos acompañó, dijo que el turismo es otra de sus actividades y recibe unos 150 visitantes por día que se sienten felices por la hospitalidad de los campesinos propietarios.
Caminito que el tiempo respeta
El camino es de tierra apisonada recién regado por una lluvia del día anterior, cuya anchura permite caminar en fila india, excepto en determinados tramos donde se amplía para permitir el paso de varias personas a la vez.
Gansos amistosos que piden su pan
El primer tramo del sendero, a cuya vera graznan gansos blancos que entran en confianza con cualquiera que les ofrezca unas migajas, conduce al mirador, adonde se llega por unas gradas labradas en la ladera del cerro y cuyos escalones de tierra no se desbordan porque están sostenidos inteligentemente por planchas de madera de eucalipto.
Desde el mirador, una construcción de troncos de pino y eucalipto, techo de palmas y piso de tierra apisonada, se domina gran parte del valle y de las construcciones centrales de la granja. En varios lugares brilla el agua de arroyos y lagunas y todo el horizonte, en todas direcciones, está cubierto por los cerros verdes hasta sus cumbres. ¡Qué belleza de espectáculo!
Tener lo que tiene Porcón le ha costado esfuerzo y 25 años de constancia apoyados por un convenio con el gobierno belga que rigió entre los años 1980 y 90. Ahora exhiben con orgullo unas 10 mil hectáreas de cerros reforestados, que protegen sus suelos de la erosión. De ese modo también cuidan la subsistencia de su fauna.
Las águilas no nos miran
Recorremos el parque donde las águilas reales ni nos miran al pasar, conducta que adoptan también los cóndores que no se dignan ni de estirar las alas para desperezarse.
Águilas reales orgullosas en su encierro
Los monos tratan de convencernos con sus travesuras y mimos para que les demos trozos de pan. Y un tímido venado nos mirará de reojo, sin animarse a acercarse a la verja.
Venad0 que no se atreve a acercarse
Al salir veremos unos loros multicolores que se pegarán a las mallas de sus celdas para tratar de conversar con los visitantes, a cambio de un trozo de pan aunque tienen llenos de comida sus depósitos.
Un puma está durmiendo en el techo de su vivienda y tampoco se vuelve a mirarnos. Debe estar muy acostumbrado a la presencia de visitantes inoportunos y a sus gritos y no les hace caso. Dos leonas se pasean por su corral sin hacer caso a nadie, a pesar de las exclamaciones que provocan y de los disparos de las cámaras fotográficas.
Amistosos avestruces habituados a las visitas
Los avestruces son más amistosos. Se acercan a la valla y piden comida, se atropellan entre ellos para ubicarse en primera fila como si los visitantes fueran el espectáculo y no ellos.
Pero el que logra aplausos y comida es el oso de anteojos. Estaba en su covacha pero el ruido de la gente lo hizo despertar, salió soñoliento, se estiró como usted al abandonar la cama. Caminó en cuatro patas y luego de muchas exigencias de los turistas, se animó a ponerse de pie, para mostrar toda su estatura y su gracia, bajar hasta el arroyo artificial que rodea su isla para darse un remojón y volver en busca de los mendrugos que le arrojan y que saborea con entera naturalidad.
Descanso en un lugar privilegiado
Bajamos a un vallecito muy simpático donde hay flores que pintan el paisaje, y desde donde se puede ver, en otra perspectiva, los cerros circundantes llenos de verdor.
A la salida como ya lo dije, los guacamayos se prenden de la red de alambre para saludarnos. Marcan el fin del paseo.
Un queso de recuerdo
En una tienda del pueblo, donde imagino debe estar el centro administrativo de la granja, nos ofrecen quesos, mantequilla, manjar blanco, yogur y miel de abeja, entre otras cosas que la granja produce.
Compro un molde de un kilo por 12 soles y escucho que el conductor de la combi nos llama para emprender el camino de regreso.
Nostálgica despedida de un lugar que hay que imitar
Valió la pena, me digo, pero casi me arrepiento cuando converso con una turista cuzqueña que volvió con nosotros a Cajamarca.
Ella tuvo a sabiduría de quedarse a pasar la noche anterior en el hotel de la comunidad de diez acogedoras habitaciones –que nosotros no conocimos–, disfrutó de una tarde fabulosa recorriendo a caballo parajes que nosotros no vimos, vivió una noche tibia al calor de los leños de una chimenea en el salón y salió muy temprano para otro paseo a caballo y ver los criaderos de truchas y otras zonas de la granja que a nosotros, los turistas de a pie, no nos mostraron ni por el forro.
Otra vez será si llega la ocasión.
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